Fandiño en Las Ventas.

Ensayo sobre la inmortalidad

Se hace presente Iván Fandiño en el patio de cuadrillas de Las Ventas con paso breve y mirada ausente, gana la esquina más recóndita envuelto en tinieblas y silencios, y permanece allá, inescrutable, solo ante su destino, durante no más de un suspiro.

Una cámara de televisión prende su potente foco y la luz troca por completo la escena: ahora es un altar. El vestido de torear refulgente devuelve la luz enriquecida en oros y sedas caras plomizas, dibujando un aura casi imperceptible entre su anguloso perfil y los temidos ladrillos del patio de cuadrillas de Las Ventas.

Proporciones canónicas en su cuerpo musculado, esculpido con sacrificio en largas jornadas de trabajo en el campo, parecido a un dios clásico, deslumbrante, ritual, simbólico, poderoso y vulnerable a la vez.

Manos amplias y capaces, perfiladas por anchas venas, desmayadas ahora, prendiendo la levedad del capote de seda, prestas a manejar percales y aceros, muñeca rota, caricia al aire, guía de la brutal acometida de pitones diamantinos.

Su rostro, enjuto de bronce, parece el de un mesías atormentado por la vigilia. Pómulos salientes, ojos hundidos, ojeras apenas esbozadas junto a la nariz, ceño levemente fruncido, mentón prominente, labio grueso, boca apretada, mandíbula tensa, cuello estrecho, patilla fina, cabello azabache. Mira sin ver, impasible, sin mover un músculo del rostro, con rictus de elocuente trascendencia.

Alterna breves elevaciones del rostro con instantes de barbilla clavada en el pecho, algún discreto resoplido y mirada desafiante siempre al frente, buscando con ansiedad la luz que se cuela a borbotones por el portón y anuncia  la inminencia de la hora convenida meses atrás, la única hora, la definitiva.

Los que contemplamos la escena estamos absortos, magnetizados por el perfil vertiginoso del hombre que ha venido a Las Ventas a ensayar la inmortalidad. Nadie osa romper el silencio denso que rodea la escena. El maestro había pedido respeto para este trance y respeto tiene, pocos y próximos, embargados ya por su intensa emoción, sabedores de lo que se va a jugar sobre el albero venteño.

Había dicho el torero que venía a Madrid preparado para lo que pudiera ocurrir. Había dicho que la libertad no es acomodamiento, si no la rebeldía del día a día. Había dicho que el pueblo quiere héroes y gestas. Había dicho que era capitán de su alma y que buscaba la soledad y el silencio. Había dicho Fandiño que tenía una cita con la historia, y que si hubiera de morir esta tarde sobre el albero lo haría libre.

Los que allí estamos sabemos del misticismo del diestro, y también de su ambición, de su ardiente deseo de salir a la calle Alcalá izado a hombros en el ocaso de la tarde. Nadie sabe qué fuerza podrá más, nadie aventura un desenlace, nadie está en paz, nadie.

Torear es perder la noción del tiempo e ignorar si llegará mañana. Fandiño no imagina la nueva madrugada, no ha hecho cuentas más allá de esta tarde, no hay más tiempo, no hay más que esperar a que el destino resuelva la brutal encrucijada que él ha querido para sí.

Le observamos en silencio reverente, de lejos y de cerca, de frente y de perfil,  y su efigie se obstina en devolvernos siempre oro, bronce y plomo. Su determinación no hace sino agudizar nuestra duda, ¿qué puede impulsar a un humano a someterse a este trance?. Dijo Belmonte que ningún torero firmaría un contrato en un patio de cuadrillas, pero eso es para humanos, y Fandiño se apresta a lograr un nuevo estatus.

El torero prescinde de la compañía anestésica de sus hombres de confianza, ahora desperdigados en este espacio mágico y atroz que pisan al atardecer los hombres que piensan que su destino ya está escrito. Fandiño está solo, dramáticamente solo, como habrá de estarlo cuando cruce el circo y prenda con delicadeza la esclavina del percal y reciba uno tras otro los seis toros que ha convenido lidiar para conocer qué página recogerá su nombre. Para saber si su lugar en la historia es el del triunfador vivo o el del héroe que se inmola para subir directo al Olimpo junto a Granero, Manolete y Paquirri, sus referencias, los toreros que admira y dibujaba de niño en sus carpetas de estudiante.

Había dicho que la sangre del hombre sobre la arena candente dignifica la profesión del torero. Había dicho que sentía la llamada de la trascendencia, había pensado que venía a dejar esta fecha en los anales de la historia de la Tauromaquia. Había dicho y la afición le había entendido.

Faltan seis minutos para el paseo. Los alguaciles despejan el ruedo y la otra autoridad el patio de cuadrillas. El matador se ciñe su capotillo de seda, mira sin ver y ya no escucha nada porque nada hay que escuchar, más allá del silencio y de las lejanas notas del pasodoble que rasga el aire festivo del circo.

Tras un violento cerrojazo se abre el portón y Fandiño pisa la arena, ruge el público al ver su tez de bronce, su terno de plomo y oro, y sabe que le acecha su leyenda, que va a ensayar la inmortalidad.

Cuando llega al platillo del ruedo, justo en la mitad del paseo, la afición puesta en pie atrona con su ovación, y el hombre que quiere ser inmortal ignora si viste de púrpura brillante o de sudario.

Reseña:

Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid, 29 de marzo de 2015. Lleno de «no hay billetes» en la corrida inaugural de la temporada.

 

Toros de diversas ganaderías:

Primero de Partido de Resina: De bellísima estampa, aplaudido de salida, flojo y descastado.  Segundo de Adolfo Martín: Flojo y noble. Tercero de Cebada Gago: Manso y orientado.  Cuarto de José Escolar: Bravucón y correoso.  Quinto de Victorino Martín: Se descuerda en la suerte de varas y es devuelto al corral. Quinto bis de  Adolfo Martín:  Flojo y descastado. Sexto de Palha: Descastado.

 

Iván Fandiño, de gris plomo y oro con cabos blancos. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. Silencio. División de opiniones.

 

 

Incidencias:

Se guardó un minuto de silencio por las víctimas del reciente accidente aéreo en Los Alpes.

 

 

Javier Bustamante

para Toro Cultura

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