Hombres de plata y bronce

El vestido de torear: simbología y estado del arte.

Si el mariscal francés Claude Victor y las tropas napoleónicas no hubieran sometido a cerco a la ciudad de Cádiz entre 1810 y 1812, Francisco Montes Paquiro, nacido en Chiclana en 1805, no habría podido sentir el asombro propio de un niño e inspirarse en la brillante indumentaria de los dragones galos para diseñar el vestido de torear, y el atuendo de los lidiadores sería hoy, posiblemente, muy diferente al que conocemos.

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Breve síntesis histórica.

Hasta el siglo XVI la Tauromaquia está dominada por la praxis ecuestre, la lidia a pie no se considera arte, de modo que cada torero viste a su manera, de acuerdo con la tradición de su origen y condición, predominando entre los pajes atuendos de corte rural, en telas toscas, tonos obscuros, líneas discretas y sencillez en el diseño.

En el siglo XVII el ayuntamiento de Madrid proporciona a los lidiadores bandas de colores con las que se engalanan y dan mayor vistosidad a las suertes, iniciativa que es imitada por otras ciudades, en algunas de las cuales se instituye una gama cromática oficial que se respeta en cualquier evento y aportan señas de identidad a los festejos que tienen lugar en cada coso.

En el XVIII se producen novedades significativas en la indumentaria de los toreros y son  prestigiosos pintores como Juan de la Cruz o Francisco de Goya los que representan retratos de lidiadores luciendo calzón, coleto de ante, mangas acolchadas y cinturón ceñido, y es a finales de este siglo cuando Costillares introduce bordados, pasamanería de oro, camisa con chorrera, calzón corto, pañoleta, alamares metálicos y vistosos botones como primer atisbo de orden estético en la concepción del vestido.

Desde ese momento y hasta la publicación por parte del genio de Chiclana de “Tauromaquia o arte de torear” en Madrid, 1836, obra fundamental para comprender  el rito de la lidia, la vestimenta que se emplea es esencialmente costumbrista, sin variar en lo sustancial del atuendo que chulos o majos visten en sus jornadas festivas, con las innovaciones formales introducidas por Costillares antes citadas, y es en este momento cuando Paquiro propone un nuevo concepto que ha perdurado en lo esencial hasta la actualidad. Aparecen las lentejuelas, los botones de adorno y los alamares con fines exclusivamente estéticos. Las hombreras crecen y la chaquetilla mengua para otorgar mayor prestancia a la efigie de los lidiadores, los machos ganan en funcionalidad para ceñir el vestido de torear al cuerpo de su portador, la montera se instituye con rango de ley y se introduce el terno como unidad estética entre la taleguilla, el chaleco y la chaquetilla.

Este devenir de los usos sociales y de la Tauromaquia a lo largo de los siglos ha gestado una indumentaria única en la historia, que ha inspirado a grandes modistas como Giorgio Armani, Francisco Montesinos, Lorenzo Caprile, o Francisco Rodríguez fascinados por la figura del torero y la grandeza de la lidia, vistiendo a matadores como Cayetano Rivera, César Jiménez, Enrique Ponce o Rivera Ordóñez. Incluso un irredento aficionado que ha dejado una huella indeleble en la historia del arte como Picasso diseñó un vestido para Luis Miguel Dominguín, dando fe de origen a un nuevo concepto, como es el vestido picassiano, que ha perdurado hasta nuestros días y constituye la esencia de la corrida a la que nomina.

Caso similar es el de la indumentaria goyesca, fundamentada en la estética de la obra del maestro de Fuendetodos, profundo conocedor de la Tauromaquia, alumno de Martín Barcáiztegui, practicante de suertes diversas, si bien conviene precisar que no hay constancia documental de que el pintor diseñara vestido de torear alguno, siendo este atuendo concebido e incorporado al profundo armario de la moda taurina con mucha posterioridad.

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Simbología.

Lo sustantivo del traje de luces no es, en modo alguno,  su practicidad.  Basta con ceñirse una chaquetilla y calarse una montera para comprobar la enorme incomodidad que generan y hasta qué punto dificultan los movimientos del torero en la plaza. Lo que, a lo largo de los siglos, ha alimentado este proceso creativo ha sido su espectacularidad y la virtualidad de resaltar los rasgos atléticos de quien lo viste.

Si convenimos que la longitud de las piernas es atributo propio del un varón fuerte y capaz, veamos la longa taleguilla y la breve chaquetilla como recursos para ampliar el efecto visual de las extremidades. Si concedemos que la anchura de hombros denota fortaleza y vigor atendamos a las floreadas y amplias hombreras que adornan la casaca. Si el aparato reproductor fuera indicativo del poder físico y de los niveles de testosterona en sangre, observemos cómo se muestra la entrepierna del lidiador, explícita, libada tan solo por una breve capa de seda. Y si la esbeltez de la anatomía es inspiradora de deseo, entendamos el ceñimiento de sedas, platas  y oros alrededor del cuerpo torero, envoltorio mágico y críptico de la liturgia.

De igual modo los colores vistosos de las sedas cubren una amplia gama cromática que oscila entre el primera comunión y el catafalco, el blanco y el negro, la iniciación y el culmen de la vida, mantilla y sudario, principio y fin de los días de un lidiador.  Entre ambos extremos, luz pura y oscuridad absoluta, caben centenares de matices, pues la nómina de colores en rica y caprichosa, como atestiguan el celedón, el fanta o el nazareno, e indican el estado de ánimo del torero, su situación profesional, su estilo lidiador, su origen étnico y la disposición con la que acude esa tarde al coso.

No se conoce toricantano que haya prescindido del blanco en su ceremonia iniciática, confirmando con bordados en plata la pureza de su ánimo. El grana es tono intenso, que estimula la acción y el arrojo y genera un torrente de emociones, de ahí que se hable del grana y oro como terno de matadores valientes, vitales y ambiciosos. El amarillo y sus tonalidades afines como el crema o el caña es portador de mal agüero, de modo que es evitado por casi todos los lidiadores, si bien algunos lo emplean significando reflexión y conocimiento. El azul en su riqueza de registros como el pavo, arzobispo, eléctrico, cobalto, rey, Bilbao, marino y celeste es un cromo estable y elegante que transmite profundidad y reposo. El tabaco es uno de los tonos más clásicos y se asocia desde antiguo con magisterio y la madurez y es por tanto empleado por toreros veteranos que dictan sus clases magistrales sobre el candente albero. El verde con sus múltiples matices botella, olivo, celedón, hoja y manzana simbolizan la esperanza y la fe con la que el diestro comparece en el cónclave. El catafalco es propio de toreros al final de su andadura, desprende poca luz y es símbolo de la introversión con la que muchos matadores actúan en sus últimas tardes, cuando afirman sin ambages que torean para ellos mismos por el puro placer de versa aún capaces de engendrar arte. Los brillos de oro y plata de pedrería, canutillo, lentejuelas y abalorios confieren al matador una gran vistosidad y lo rodean de una aura mágica que hipnotiza al público y hace del torero un sacerdote en contacto con la divinidad, capaz de jugar cada tarde en la leve frontera que distancia la vida de la muerte. Sólo los elegidos son capaces de adentrarse cada puesta de sol en los confines de la vida y penetrar en el terreno ignoto que establece límite con la muerte, permanecer ahí mientras dure la inspiración y volver incólume a celebrar al anochecer el éxito obtenido y la continuidad de la vida.

Los bordados de oro fueron empleados en el siglo XIX inicialmente por los varilargueros pues suyo era el protagonismo de una lidia basada en el primer tercio, hasta que los espadas se adueñan del espectáculo y se arrogan en honor de vestir con el metal más preciado. Los banderilleros no tiene ese privilegio . Los bordados en plata indican humildad y los remates blancos pureza juvenil. Los enigmáticos hilados en azabache, propios de toreros con duende, transportan al espectador al escenario de lo críptico  con un punto de transgresión propio de los toreros gitanos.

Nada es casual en la indumentaria y todo es para engrandecer la figura del torero que realiza el rito de la lidia enfrentándose precisamente al toro, tótem de culturas ancestrales, símbolo sagrado desde épocas remotas del poder y la masculinidad.

Algún debate hay centrado en la terminología, puesto que “vestido” es más propio de la indumentaria femenina, y sobre si el matador, en su antagonismo con el toro, desarrolla el rol de la mujer, burlando al macho, obcecado por su fuerza bruta y sus instintos, haciendo uso de la astucia y la inteligencia. Esto, como todo en el apasionante ejercicio de la interpretación del arte, es cuestión de opiniones, de sensibilidades y de leves matices.

No se conoce actividad humana en la que se disponga tal de riqueza ornamental para pertrechar a un guerrero para la lucha a muerte, y que, de modo implícito, esté impregnado de la estética de la mantilla iniciática, del sudario final. Tal es la grandeza de los hombres capaces de desafiar a Tauro para la gloria o para la tragedia.

El arte de elaborar vestidos de torear.

En la actualidad la elaboración de vestidos de torear es una actividad artesanal, desarrollada por sastres especializados que han elevado a la categoría de arte el vestido del guerrero.  Son pequeños negocios, casi siempre de carácter familiar que emplean a no más de diez personas y abastecen a clientes fieles que confían en el buen hacer y la experiencia de sus maestros sastres. Poco más de dos docenas de sastrerías suministran en España a los ocho mil profesionales del toreo y además diversifican su actividad hacia otros sectores, como la indumentaria religiosa, disfraces especiales e incluso vestimenta y atrezo para películas y series de televisión.

Estas pequeñas empresas han encontrado también en el aficionado a la Tauromaquia un cliente sensible que adquiere capotes semiprofesionales, trajes de luces en miniatura, bolsos y carteras adornados con golpes y alamares, cinturones, llaveros, pulseras, broches y una larga relación de complementos que permiten tangibilizar el arte de torear y adoptar un estilo de vida formalmente diferente.

La localidad aragonesa de Utebo acoge a la Sastrería Daniel Roqueta, torero en el estilo, los andares y el modo de conversar. Su voz ronca, su rigor y el trato respetuoso son sus señas de identidad. No tarda el maestro en sastrería en recordar sus duros inicios en el mundo del toro, pues hubo de fugarse de casa para poder viajar a las dehesas y a las plazas donde se ofrecía una oportunidad a los jóvenes. Para evitar a sus padres la agonía les escribía desde los lugares que visitaba hasta que el destino, y la información que manejaba su padre, hicieron que confluyeran en Madrid el día en que iba a celebrarse una capea. Su buen porte, su estilo agitanado y una ilusión desmedida no fueron suficientes y Daniel Roqueta hubo de buscar un oficio del que poder vivir, y pronto vio en la sastrería taurina una buena salida para alimentar su nostalgia al mismo tiempo que mitigaba el hambre.

El proceso de elaboración de un traje de luces comienza con una primera visita del torero a la sastrería en la que elige el color, el hilo, que puede ser oro, plata, blanco o azabache, el bordado en lentejuela o canutillo, las guarniciones, esto es, los alamares, caireles, golpes y cazoletas y, en ocasiones, los motivos y formas a representar sobre la tela. Salvo que haya realizado un encargo poco tiempo antes, se toman las medidas para ajustar al máximo el vestido a la anatomía del torero, pues se trata de un elemento de precisión del que puede depender la salud de su portador.

En la siguiente fase el sastre realiza acopio de materiales, tela de raso, forro, textil encolada, hilo y pasamanería al gusto del lidiador, y cuando está todo en el obrador comienza a tomar cuerpo la cábala, haciendo uso de un orden lógico, meditado, lento, pleno de simbolismo y tradición, de acuerdo con el canon que el fundador aprendió y hoy comparte con su hijo, su nuera y un empleado.

La elaboración del patrón, piedra angular del vestido, requerirá mente ágil y manos hábiles para disponer del señuelo en torno al cual va a articularse cada una de las piezas que compondrán el arte final. La chaquetilla es elemento más complejo puesto que requiere un armazón rígido que aporta apresto, mientras que la taleguilla y el chaleco no precisan más que de las oportunas medidas y el corte correspondiente del raso que se prenderá a un forro liviano. El patrón se dibuja en papel y se esculpe después en telas gruesas encoladas que darán cuerpo a las tres piezas clave de la chaquetilla: las dos laterales y la posterior. Lego se materializan hombreras, con idéntico concepto, y las mangas, flexibles y desprovistas de soporte.

En este momento el puzle del señor Roqueta consta ya de tantas piezas como acaba de referirse, que habrán de ser enriquecidas con el bordado, realizado con máquinas de asombrosa precisión, el cordoncillo y las lentejuelas, maniobras estas últimas que precisan de manos certeras, capaces de plasmar cada golpe con la pulcritud propia de un pintor flamenco. Acto seguido se incorporarán alamares y caireles, rúbrica necesaria del arte del maestro, se unirán los machos, hasta culminar el proceso con las rosas o cazoletas y la pedrería, que añadirá fulgor y quilates al vestido de torear.

Para que la obra esté completa sólo resta hilvanar las tres piezas básicas de la chaquetilla, laterales y posterior, añadir las hombreras y acoplar las mangas, sólo por la parte superior, ya que la axila queda libre para entorpecer lo menos posible los naturales movimientos de los brazos del torero durante la lidia.

El sastre Roqueta apuesta por la tradición en las formas y la innovación en el fondo, concibiendo un vestido de luces más ligero y flexible que los tradicionales, empleando materiales sintéticos, mas evitando la más fútil concesión que pueda, ya sea remotamente, poner en cuestión la profunda torería de cada una de las piezas que componen la indumentaria de los oficiantes.

El maestro Roqueta es un testimonio vivo de la existencia de actividades artesanales ancestrales, unidas a un estilo de vida distinto, que en cualquier país serio sería motivo de orgullo y sería exportado al mundo causando admiración. Como muestra de ello toma un capote y dibuja el lance despacioso, mudando el rostro hacia la nostalgia, rememorando tal vez, el día que sus padres le encontraron en Madrid y tuvo el valor de dedicarles, como epílogo de su gran aventura, tres verónicas y media.

 

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