El paseíllo, viaje simbólico hacia la inspiración

Los instantes previos a la corrida se viven en el patio de cuadrillas con gran intensidad. Cada torero afronta la espera según su estilo; los hay que apuran un cigarrillo, los que torean al aire estirando los brazos, los se conjuran con el arte con mirada ausente, los que piensan en la trascendencia el momento, los que buscan el efecto narcótico de una conversación distendida, y todos pasan miedo. El miedo, a lo que sea en cada caso, es palpable y contagioso. Hay quien dice que es al público exigente, otros a la responsabilidad, algunos a decepcionar las expectativas, otros a no entrar en sintonía con su creatividad; mas lo que de verdad produce pavor son los pitones diamantinos, que dibujarán trayectorias inverosímiles a la altura de femorales y safenas instantes después. Todos tienen una cierta obsesión con el tiempo y preguntan a los fotógrafos cuanto falta para la hora de inicio, pues antes habrán de tocarse con sus monteras rizosas, liarse sus capotes de rica seda polícroma en esmerado ritual, y formar la comitiva presta para hollar el albero virgen.

La angustia se desvanece en el momento en el que la autoridad se acomoda puntualmente en el palco, muestra en la balconada su pañuelo blanco, y ordena que empiece el rito. Los alguacilillos, montados a caballo, despejan simbólicamente el ruedo, reciben las llaves de los toriles del presidente, y se acercan a la comitiva de lidiadores para invitarles a que comparezcan en el ateneo que les recibe con una fuerte ovación. Es entonces cuando el tiempo se detiene y se inicia el desfile mágico al que llamamos paseíllo. Hombres impolutos, ceñidos con riqueza de luces y colores, calzado leve y brillante, dan comienzo a la ofrenda, pero en realidad es como si dieran comienzo de nuevo a la vida, que es lo que se juega en cada segundo y en cada embroque. Cada corrida es una vida renovada, de cariz incierto, que nadie sabe si acabará en triunfo o en tragedia.

La simbología de este bello preámbulo, como todo lo que integra la Fiesta, es rica y sugerente, pues amalgama conceptos tan relevantes como el tiempo, la jerarquía, el respeto y la trascendencia.

Adrian Salenc debuta en Azpeitia

Ningún torero es el mismo tras finalizar el paseíllo, pues es un viaje simbólico hacia la condición de sacerdote que demuda el rostro y agrava el ánimo. El torero, que antes de cruzar el circo, se sentía humano y departía con sus partidarios en charla intrascendente, se ha transfigurado en el hacedor de un rito secular, en creador de un arte efímero, y ve ya de cerca las puertas entornadas del olimpo.

Esos segundos que transcurren en silenciosa soledad desde el patio de cuadrillas hasta el burladero de matadores son una eternidad en que los lidiadores son asaltados por dudas o por certezas, según vaya corriendo el ánimo. Hay quien está componiendo la faena ansiada en su mente; quien sufre al ver lejana la inspiración; quien sueña con su triunfal salida a hombros del coso; quien rememora èpicas batallas libradas en este mismo coliseo; y quien detecta en el aire indicios de tragedia.

El paseíllo muestra un orden jerárquico muy acusado. En la primera fila marchan los matadores, habitualmente tres, ordenados según su antigüedad; el más veterano a la izquierda de la marcha, el más bisoño en el centro, y el intermedio a la derecha. Las tres filas siguientes son para los banderilleros; la primera para la cuadrilla del matador más antiguo, y así hasta la tercera, que será ocupada por los auxiliadores del menos experimentado. También los banderilleros tienen una jerarquía plasmada en el desfile, pues irá a la izquierda el primero, a la derecha el segundo y en el centro el tercero. Las filas quinta, sexta y séptima están reservadas para los picadores, respetando el mismo orden que los banderilleros. En último término caminan los monosabios y areneros, que anteceden al tiro de bestias regido por los mulilleros. Cada uno saludará explícitamente al presidente al llegarse a su vera, con el pálpito retumbando en sus tímpanos, pronunciando palabras inaudibles y gestos de respeto, acatando su autoridad. Y a partir de ese momento tomarán los capotes de brega, estirarán los brazos, dibujarán la verónica y pasarán a ocupar el lugar que les corresponda en el callejón, pues el primer toro espera ya rabioso tras la puerta de toriles.

Ponce, El Juli y Luis David en Bilbao

Sin embargo la jerarquía no fue siempre así.

En 1840, según testimonio de Teófilo Gautier en su obra “Viaje por España”, los paseíllos era muy distintos. Veamos la descripción que realiza de uno que vivió en ese tiempo en la ciudad de Málaga:

“A las cinco en punto se abrieron las puertas de la arena, y la cuadrilla que debía actuar dio la vuelta al ruedo en procesión. Marchaban a la cabeza los tres picadores: Antonio Sánchez, José Trigo, ambos sevillanos, y Francisco Briones, de Puerto Real; el puño en la cadera, la pica apoyada en el pie, con gravedad de triunfadores romanos que subieran al capitolio. Las sillar de los caballeros tenían escrito en clavos el nombre del dueño de la plaza: Antonio María Álvarez. Les seguían los capeadores o chulos, con su montera, envueltos en sus capas de vivos colores; luego iban los banderilleros, ataviados a lo fígaro. A la cola del cortejo avanzaban, aislados en su majestad, los dos matadores, los espadas, como se les llama en España: Montes de Chiclana y José Parra de Madrid. Montes llevaba su fiel cuadrilla, hecho muy importante para la seguridad de la corrida, ya que en estos tiempos de discusiones políticas suele ocurrir que los toreros cristinos no ayuden a los toreros carlistas que se hallan en peligro, y viceversa. La procesión terminaba significativamente con el tiro de mulas, destinado a arrastrar a los toros y a los caballos muertos”

El citado Francisco Montes será quien reglamente el espectáculo, reste importancia a los montados, que pasarán a ser subordinados del espada, y otorgue preponderancia a los matadores, quienes ejercerán autoridad en su cuadrilla, llegándose años antes de 1850 a un formato similar al actual.

Hay maestros que garbean con tanta torería que sólo con eso justifican ya el precio de la entrada. Figura erguida, paso breve, mirada al frente, braceo contenido del derecho, leve contoneo, sueño o pesadilla en la mente, y rictus de máxima concentración. Los buenos aficionados observan cada detalle, y son capaces de detectar el talante de cada lidiador, e incluso aventurar el grado de inspiración que les asiste esa tarde.

El paseíllo es una manifestación más de la inmensa riqueza cultural y estética de la fiesta de toros.

Javier Bustamante para Toro Cultura

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